Jacques de Vaucanson, el inventor de los primeros robots

2022-09-04 09:21:32 By : Mr. Please Contact Evin Wong

C3PO, R2D2, Mazinger Z, Terminator, Robby, Data, K-9, Bender, Wall-E, Gort y todos los demás robots a cuya presencia -real o fantástica- nos hemos acostumbrado, tienen sus ancestros, igual que nos pasa a los humanos. No son antepasados directos ni sanguíneos, obviamente, pero sí predecesores y con raíces mucho más atrás en el tiempo de lo que parecería a priori. No obstante, se considera que el primer robot propiamente dicho, con mecanismos más o menos complejos y capaz de realizar tareas diversas aunque con movimientos predeterminados, «nació» en la primera mitad siglo XVIII, obra del inventor francés Jacques de Vaucanson.

Como es sabido, la palabra robot fue acuñada en 1920 para dar título a una pieza teatral de ciencia ficción publicada por el dramaturgo checo Karel Čapek: R.U.R. (Rossumovi univerzální roboti), traducible como Robots Universales Rossum. Ideada por el hermano del autor como derivación de la palabra checa robota, que significa «esclavo», sustituía al término que se empleaba habitualmente hasta entonces, autómata. Y si decimos hasta entonces es porque podemos remontar el origen de los autómatas hasta muy atrás en el tiempo.

Concretamente, hasta la Antigüedad. Se sabe que en época faraónica, por ejemplo, se potenciaba el aspecto de algunas estatuas de madera de dioses haciendo que brillasen sus ojos, lanzasen fuego o moviesen sus brazos, manejados por los sacerdotes. Los griegos mejoraron la técnica incluyendo movimiento por energía hidráulica para otras figuras, unas animales y otras antropomórficas, que solían emplear en los teatros de marionetas. Así lo atestigua el sabio Herón de Alejandría en lo que es el primer libro de robots de la historia, Automatopoletiké (Automatización).

La pérdida de fuentes documentales hace difícil rastrear el devenir histórico de esos ingenios, aunque San Alberto Magno dejó constancia en el siglo XII de poseer dos cabezas parlantes y un sirviente autómata. Trescientos años antes, los hermanos Banu Musa habían escrito una obra titulada Kitab al-Hiyal (Libro de mecanismos ingeniosos), en la que describían un centenar de artilugios y autómatas que ellos mismos construyeron en la Casa de la Sabiduría (una universidad fundada en Bagdad por el califa Harún al-Rashid). Otro musulmán, el erudito turco Al-Jazari, también hizo decenas de autómatas, de los que dejó testimonio en Kitab fi ma’rifat al-hiyal al-handasiya (El libro del conocimiento de dispositivos mecánicos ingeniosos).

Ese campo experimentó un resurgir durante el Renacimiento. Huelga hablar de Leonardo da Vinci, del que sabemos que fabricó al menos un par de figuras mecánicas (una de ellas un león que podía moverse por el palacio de su anfitrión, el rey francés Francisco I, y que era una forma de honrar la visita del papa León X) y del español Juanelo Turriano, creador de un «hombre de palo» del que se decía que le acompañaba por las calles pidiendo donativos. La leyenda cuenta que incluso Descartes sustituyó a su hija fallecida, Francine, por un autómata al que dotó de su apariencia.

Y así llegamos al Siglo de las Luces, del que Francia iba a constituir la referencia gracias a una extraordinaria generación de científicos y pensadores como Rousseau, Voltaire, Montesquieu, Buffon, Diderot o D’Alembert. Estos dos últimos fueron los autores de la obra más representativa del período, L’Encyclopédie, donde reseñaron el invento del primer torno mecánico en 1751, hecho por un compatriota llamado Jacques de Vaucanson. Era el hombre a quien el cardenal André Hercule de Fleury, consejero de Luis XV, había nombrado en 1741 inspector de las manufacturas de seda con el objetivo de mecanizar el sector y recuperar la posición perdida ante el avance tecnológico británico, para lo cual ideó en 1745 el primer telar automático.

El ingenio de Vaucanson, que modernizaba los telares de predecesores como Basile Buchon y Jean-Baptiste Falcon, funcionaba hidráulicamente mediante un sistema de cilindros que cinco décadas más tarde mejoraría Joseph-Marie Jacquard con tarjetas perforadas (tal cual harían las computadoras primigenias dos siglos después). Pese a que los Deyder lo adoptaron para su fábrica, en general el invento de Vaucanson no tuvo el éxito esperado por la oposición del gremio de tejedores, receloso ante cualquier novedad. De hecho, sus integrantes le apedrearon por las calles de Lyon y él se vengó construyendo un telar en el que quien tejía era un burro mecánico.

Jean Vaucanson (el «de» se lo añadió posteriormente la Academia de las Ciencias de Francia) nació en Grenoble en 1709, décimo hijo de una modesta familia de guanteros. De niño, mientras su madre visitaba los domingos a unas amigas, se entretenía solo en la habitación de al lado analizando el funcionamiento de un reloj de péndulo, con tal acierto que él mismo construyó uno muy rudimentario usando unos trozos de madera. Aquella habilidad en la relojería eclosionó reparando los relojes estropeados que le llevaban los vecinos, pero eso no fue suficiente para persuadir a sus progenitores de destinarle a una carrera religiosa.

Y es que en 1725, influido por su madre, dejó el Collège de Juilly para ingresar como novicio en la Orden de los Mínimos de Lyon, que se caracterizaba por añadir un cuarto voto (abstinencia de carne y lácteos) a los tres preceptivos del clero regular (castidad, pobreza y obediencia), aparte de que sus miembros iban descalzos. Vaucanson hizo los susodichos votos, pero finalmente desistió de aquella vida, incapaz de resistirse ante la llamada de la ciencia. Instalado en París, estudió mecánica, física, medicina y música, conocimientos que le vendrían muy bien para desarrollar sus primeros autómatas, ya que éstos imitaban las funciones biológicas (circulación, respiración y digestión).

Es más, fueron los ilustres cirujanos Claude-Nicolas Le Cat y François Quesnay, de quienes fue alumno, los que le animaron a construir dichos ingenios mecánicos con fines didácticos. No resultó fácil y tuvo que sortear los lógicos fracasos iniciales, uno de ellos derivado de la tradicional desconfianza ante los avances tecnológicos: en 1727, Vaucanson ofreció una cena a uno de los dirigentes de los Mínimos y otras autoridades, fabricando varios autómatas para que sirvieran a los invitados, encontrándose que a algunos no les gustó la idea por ser demasiado profana y ordenaron su destrucción.

Sin embargo, eso sólo le detuvo temporalmente. Diez años después, creó su primera gran maravilla, Joueur de Flûte (Flautista), un autómata de tamaño natural y apariencia de pastor capaz de tocar doce canciones diferentes con una flauta travesera. Vaucanson había estudiado minuciosamente los movimientos de labios y manos de los intérpretes, midiendo la presión necesaria para que nueve fuelles aportasen el aire necesario en cada nota y recreando tanto la lengua como la tráquea mediante tubos y pieles móviles. Precisamente la piel fue un detalle especialmente genial, ya que recubrió los dedos con una tela similar a la epidermis para dotarlos de mayor flexibilidad.

En cuanto al mecanismo de funcionamiento, el muñeco descansaba sobre un pedestal y se movía mediante cilindros de madera cubiertos por pasadores ,que accionaban un sistema de quince palancas, cadenas y cables. Todo ello dejó fascinado al público que lo contempló, primero en la feria de Saint-Germain, después en el Hôtel de Longueville y, finalmente, en la Académie des Sciences; en esta última presentó al Flautista acompañado de una memoria descriptiva que disipaba las últimas dudas que quedasen respecto a si se trataba de un autómata o si, como creía alguna gente, había un músico oculto en su interior.

Aparte de escépticos, también hubo detractores; fue el caso de Johann Joachim Quantz, músico de la corte que había sido instructor de flauta de Federico II de Prusia y que criticó al Joueur de Flûte por su tosquedad interpretativa y el tono desagradable de la música que interpretaba. Pero Quantz remaba contra el viento. La fabricación de autómatas ya era toda una moda en aquellos tiempos y el de Vaucanson superaba a todos porque iba más allá de la mera consideración de juguete, al plantear un mundo de posibilidades.

Por eso el inventor francés insistió en el asunto con la fabricación de otras dos figuras, a las que bautizó -muy descriptivamente- como Joueur de Tambourin (Tamborilero) y Canard digérateur (Pato con aparato digestivo). La primera era un músico a tamaño real que, vestido también de pastor, venía a complementar al flautista anterior. En este caso tocaba un galoubet, una especie de flauta dulce -mas grande que las actuales y de tres agujeros-, que se tocaba con la mano izquierda, quedando la derecha para la percusión simultánea de un tamboril. Por tanto, resultaba más difícil de usar que la flauta travesera al tener que dedicar cada mano a un instrumento distinto, pese a lo cual su autor dejó escrito que Joueur de Tambourin lo hacía mejor que los humanos.

En cuanto al Canard digérateur, considerado su obra maestra, era un muñeco con forma de pato dotado de un cuerpo cubierto por una carcasa de cobre (desmontable, para mostrar el interior) y cuatrocientas piezas móviles en cada ala, que reproducían todos sus huesos y le permitían batirlas. Caminaba, nadaba y era capaz de comer grano, beber y, aparentemente, digerir para, a continuación, y también en apariencia, defecar a través de unos intestinos de caucho flexible que probablemente fueron pioneros en la utilización de ese material. Por supuesto, no se trataba de heces auténticas sino de una imitación compuesta por migas de pan y tinta verde que había en un compartimento oculto y ofrecían un aspecto creíble. Este tipo de trucos se consideraban legítimos en aras del espectáculo, ya que los espectadores solían ser de alcurnia y de ellos podía depender un mecenazgo.

Los inventos de Vaucanson, que por entonces no sobrepasaba los treinta y dos años, llamaron la atención de Federico II de Prusia, quien en su empeño por rodearse de los mejores de su tiempo le ofreció llevárselo a su corte. El francés lo rechazó porque deseaba poner su genio al servicio de su país y, en efecto, fue entonces cuando le contrató el cardenal Fleury, tal como vimos antes. Envuelto ya en prestigio, en 1746 fue admitido en la Academia de Ciencias y pasó a residir en el Hôtel de Mortagne de París, donde continuó fabricando novedosos ingenios mecánicos; entre ellos un torno para cortar metal (y hacer rodillos de cobre destinados a los telares) que también fue descrito en L’Encyclopedie y hoy se exhibe en el Museo de Artes y Oficios de la capital gala.

Tras asombrar con otros dos autómatas, un dios Pan que tocaba la flauta y hacía reverencias, y un áspid que mordía en el seno a una actriz disfrazada de Cleopatra, Vaucanson falleció en noviembre de 1782. El óbito le sorprendió mientras aplicaba el concepto del pato a algo más atrevido: aquel androide que le habían sugerido los cirujanos en su juventud, petición a la que se sumó el mismísimo Luis XV; el caucho que se empezaba a importar de América iba a ser el novedoso material externo, aunque, lamentablemente, no pudo terminar el trabajo y se ignora qué fue de él. Por testamento, Vaucanson legó sus máquinas a la Corona; más tarde, Luis XVI compraría su residencia para instalar en ella el Gabinete Mecánico del Rey, precedente del Conservatoire National des Arts et Métiers, cuyos primeros fondos fueron, pues, aquellos objetos.

No obstante, entre ellos no figuraban los autómatas. Su destino es incierto. Una versión dice que los vendió para centrarse en otros trabajos más prácticos; otra, que los dos músicos mecánicos desaparecieron durante la Revolución Francesa; y según una tercera, lo hicieron posteriormente, a principios del siglo XIX. Caso aparte sería el de Canard digérateur, que tuvo un devenir más largo: sobrevivió a los avatares revolucionarios hasta acabar maltrecho en Praga y todavía le quedaba un largo -larguísimo- camino que recorrer, saltando de país, en país, e incluso de continente.

Y es que George Tietz, dueño de un museo itinerante, lo adquirió en la ciudad checa en 1840 y encargó su restauración al mecánico suizo Johann Bartholomé Rechsteiner. Éste empleó tres años, pero por fin se pudo exhibir el pato en Milán, Turín, Besançon, París, Nueva York, Berlín y Leipzig. Se pierde su pista entre la Revolución de 1848 y el año 1863, en que reapareció en Francia en manos del inventor Blaise Bontems, si bien las descripciones de entonces hacen dudar de que fuese el original. En cualquier caso, quedó definitivamente destruido en 1879, durante el incendio de la ciudad rusa de Nizhni Nóvgorod, a donde lo había llevado otro artista ambulante.

Un lote de más muñecos habría sido comprado por Pierre Dumoulin, un fabricante de guantes (irónicamente, como el padre de Vaucanson) que montó con ellos un espectáculo itinerante; él sería el responsable de haberlos llevado también a Rusia, introduciendo en ese país la moda de los autómatas. Dumoulin falleció en 1781, al parecer habiendo manipulado las piezas para que dejaran de funcionar cuando él ya no estuviera. Algo que puede considerarse fútil, teniendo en cuenta que la senda ya estaba abierta y vinieron otros inventores: Friedrich von Knauss, Pierre Jaquet-Droz, Jean Eugène Robert-Houdin, Alexander Nicolas Theroude, Blaise Bontems, Leopold Lambert, George Moore… El siguiente paso iba a ser el robot moderno.

Jacques de Vaucanson, Le mécanisme du fluteur automate, présenté à messieurs de l’Académie Royale des Sciences | Ermanno Gallo, El misterio tras los inventos. Genio y locura de los grandes inventores | Jesús Alonso Burgos, Teoría e historia del hombre artificial. De autómatas, cyborgs, clones y otras criaturas | Philip Ball, Contra natura. Sobre la idea de crear seres humanos | David E. Newton, Robots. A reference handbook | Wikipedia

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